jueves, 7 de mayo de 2009

C-olores

Cualquier hecho fuera de la aplacada rutina del pueblo era todo un suceso. Aquel día, no se dejaba de hablar de la llegada de un curandero. Era más un espectáculo que una cuestión de fe. La gente hacía fila para aliviar alguna enfermedad o su mera curiosidad. Decían que su magia se pasaba solo cuando moría de manos de otra persona; él había matado a un hechicero de un pueblo cercano. Le llegó el turno a una mujer que traía al pequeño que en su momento había sido el mayor acontecimiento por haber nacido ciego. Ella le dijo al curandero que vivía angustiada porque la ceguera de su criatura se veía siniestramente manifestada en cómo el niño pintaba: cielos con piel de cebra, vacas moradas que parecían morir de asfixia y el pasto de color azul marino. El curandero le dijo que eso era más una cuestión de niños que de ciegos, pero aún así le cumplió el milagro. El niño, desde aquel día podría reconocer los colores con su olfato. La madre se mortificó con tal felonía pues lo que ella hubiera querido es que le devolviesen a su hijo la vista que nunca tuvo. El niño nunca se cansaba de pintar. Con el tiempo desarrolló una increíble habilidad para reconocer hasta la mínima variación de cualquier tono y llegó a ser un gran artista. En el pueblo, sin embargo, más se apreciaba a los jóvenes que habían logrado ser médicos o políticos. Los días en la vida de la madre, en cambio, estaban cada vez más atestados de lamentos, y las noches eran largas horas de no pensar en otra cosa sino que su hijo nunca vería la felicidad. Así pasaron los años. Un día de cielo blanco como tapado por una hoja de papel, la mujer veía como su hijo seguía utilizando los colores equivocados al pintar. Ella no sabía que la selección de colores era más un asunto de pintores que de ciegos, y empezó a horrorizarse con cada pincelada. Entonces, decidió hacer un milagro ella mismo. Así que, cuando el curandero volvió al pueblo para sanar a una anciana cuya amistad con las abejas había desenmascarado que tenía un aguijón, la mujer tenía urdido el delito. Le pidió al curandero que fuera a visitar a su hijo quien estaba trabajando en su autorretrato. En el momento en el que el sujeto entró al vestíbulo de la casa, la mujer de un golpe procaz le clavó una espátula en el corazón. El joven no escuchó nada pero reconoció el inconfundible color rojo de la sangre que había manchado su paleta. La mujer, por haber dado muerte al curandero ahora tenía los dones del difunto y con ellos logró hacer lo que siempre ansió. En la tarde, fueron un par de poco sagaces policías quienes suplicantes le pidieron al joven que confesara si había presenciado algo. El supo lo que tenía que hacer, respondió: “nada”, tomó la paleta y empezó a pintar los ojos de su autorretrato de un rojo vivo, mientras empezaba a ver todo por primera vez.

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